Ignacio Ondargáin
ALAMÛT Y EL VIEJO DE LA MONTAÑA
1-
Sobre el origen del Islam.
2-
Los ismailies de Alamût y los Templarios.
3- La orden de los Hasisiyun (asesinos).
1- Sobre el origen
del Islam.
Según los dogmas de la
religión islámica, el Arcángel Gabriel, mensajero de Dios (Alá), transmitió de forma oral a Mahoma (último profeta) el texto
del “Corán”, compuesto por 114 capítulos (suras), compuestas asimismo
por versículos (aleyas), hasta un número de 6.236.
Como estos textos pueden
interpretarse de distintas maneras, se adjuntan textos complementarios (hadîth) que relatan cronológicamente la forma de percibir
la enseñanza, y que se podría comparar con una especie de “jurisprudencia”. El musulmán considera que su religión
es el final del cumplimiento de la “revelación”. Por espíritu de “tolerancia, de apertura”, admite
que desciende espiritualmente de Abraham y que Jesús pudo ser concebido por María, que permaneció virgen, aunque rechaza que
fuera hijo de Dios y declara que el Espíritu Santo no puede ser de esencia divina, sino que lo es el mismo Mahoma.
Alí, cuarto sucesor del
Profeta, último califa ortodoxo, fue asesinado por los partidarios de Ummayah en el año 661. Al fundar este último la dinastía Omeya en Damasco, en el año 665, surgieron diversas corrientes: la de los khârijitas y la de los chiítas, escuela de pensamiento oriental, que se reagrupó en torno a la legitimidad de
al-Husayn, hijo de Alí que desposó a la hija del último rey sasánida.
Como en toda religión,
la historia y la interpretación de los textos, según su demasiada o insuficiente precisión, hacen que se induzcan diferentes
tendencias que se enfrentan con motivo de reclamar distintas fuentes de legitimidad. Estas corrientes pueden ser reagrupadas
en tres familias:
- Chiísmo; la comunidad chiíta, después de la desaparición del duodécimo
imán, Muhammad al-Gâwân, espera el regreso del Mahdî, “el último imán”,
que recibe la enseñanza de un imán descendiente del profeta y de Alí (su yerno). La doctrina fundamental de esta corriente
de pensamiento religioso es admitir que la religión posee un sentido oculto al que permitirían acercarse el simbolismo y la
vía y práctica esotérica. Las sectas chiítas, como fue el caso en las distintas corrientes cristianas, se dividieron y, a
partir del año 732, alrededor de Ja’far as-Sâdiq, hijo de Muhamad al-Bâqir (descendiente directo de Alí a través de
al-Husayn), una poderosa secta dio lugar por una parte a los duodecímanos (en Persia)
y a los ismailíes (que apoyan a Ismâ’il, hijo mayor de Ja’far, destituido
por su padre en beneficio de un hijo menor). De estos chiitas ismailíes debían salir los califas
fatimíes de los siglos X y XI, y después los drusos y nizâríes. Contrariamente a los chiítas, los ismailíes afirman que, desde el séptimo imán, Ismâ’il, el linaje
se ha interrumpido; además, hay que señalar que en el seno de esta corriente religiosa existe una doctrina “bâtin”,
en la cual el esoterismo enseñado permite acceder a ciertos conocimientos interiores. Al lado de el chiísmo, podemos reconocer
habitualmente otras dos corrientes fundamentales:
- Sunnismo,
comprendiendo todavía en nuestros días las escuelas safa’î, hanbalî, hanafî y mâlikî.
- Khârijismo.
Junto a estas religiones,
modos de pensamiento y doctrinas, también existen distintas corrientes místicas islámicas, tales como el sufismo, que, en
muchos aspectos, sin duda, se asemejaría al misticismo cristiano, porque bebe del pensamiento pitagórico y recoge algunas
de las “sentencias” de la antigua “masonería práctica”.
Para los sufíes, el
mundo es reflejo de lo divino y el hombre es un espejo, que una vez pulido, refleja a Dios. Así mismo, según el pensamiento
sufí, sólo mediante el “amor”, podemos acercarnos al Dios buscado, pues este es “amor”. El acto de
iniciación sufí, al permitir un renacimiento, puede recordar al sentido originario de un bautismo cristiano.
2- Los ismailíes
de Alamût y los templarios.
El ismailismo nació
de una reforma del chiísmo promovida por Ismael, hijo mayor del VI imán chiíta Ja’far. Fue una corriente especialmente
fuerte durante la dinastía egipcia de los fatimíes, entre 973 y 1171. De esta rama surgieron los mustafíes, quienes emigraron a India en el siglo XI, y los hashshâshin, fundados por Hassan-i Sabbâh, más conocido
como “El Viejo de la Montaña”.
En agosto de 1090,
Hasan se apodera del Castillo de Alamût, considerado entonces como una de las más importantes fortalezas de Rûdbâr; desde allí, a partir de las iniciaciones que había recibido, sobre nuevas reglas instaurará
una nueva doctrina, basada a su vez en “las viejas tradiciones del Irán avéstico”
(ario), haciendo del “Libro de las Fuentes”, de Abû Ya`qûb as-Sijistânî,
uno de los fundamentos de su mística reformada.
Pero hizo más aún,
al mezclar el antiguo Javânmardi iranio (ética del compañerismo místico), la Futuwwah de los árabes y la Caballería
cristiana.
Sobre esta doctrina
se va a erigir una sublime organización, cuyos miembros son designados como “Caballeros
del Espíritu”. Su misión es la búsqueda del lugar de la Revelación. De
este modo, Alamût no es más que un paso preparatorio para llegar a “La Ciudadela
Celestial” (que algunos cristianos, por un lapsus comprensible, denominarán la “Jerusalén celeste”).
Hasan muere el 12 de
junio de 1124, habiendo elegido como sucesor a Kiya Buzurg-Ummîd, su mejor discípulo.
La comparación con
la búsqueda de los caballeros de Occidente (los Templarios) es innegable y la escatología (escatología = meta definitiva,
fin sobrenatural) ismailí nos ofrece una espera del “Reino del Espíritu”
idéntica o sensiblemente cercana a la que conoció Occidente con “la doctrina del Paráclito” (el “al-Fâraqlît”
de las místicas ismailíes, iranias y chiítas). Cuando en el siglo XII los Caballeros del Temple y los de Alamût se encuentran,
ven que tienen tantas similitudes que se consideran unidos como hermanos y combatientes por un mismo Dios y en un mismo Dios.
Muchos textos prueban
que El Viejo de la Montaña ayudó a Los Cruzados y más tarde a los Templarios y,
también, que hubo un vínculo de amistad entre los francos y los ismailíes de Alamût. Esta alianza amistosa se debe, sin duda,
a las visiones de Hasan, a lo largo de las cuales (según las traducciones de Jean Claude Frêre), oyó un mensaje: “Si vienen a nuestras tierras conquistadores occidentales, habrá que considerarlos como
amigos o aliados: nuestros únicos enemigos son los árabes y turcos que pisotean nuestras antiguas tradiciones”.
A título de ejemplo
de esta comunión, cuando Federico II Hohestauffen fue a Siria, los escritos muestran que antes se había rodeado en su castillo
de Castel del Monte (castillo situado en la actual provincia de Bari, en la costa adriática del sur de Italia), de astrónomos
y metafísicos, quienes en su mayoría pertenecían a la cofradía de Alamût. Otro ejemplo es el encuentro entre, por un lado
los Caballeros de la Milicia de Cristo y los Hospitalarios y por otro lado, misioneros ismailíes, en la Fortaleza de Alamût,
siendo recibidos por Kiya Buzurg-Ummîd. Se dice que algunos cristianos se quedaron allí para estudiar los libros de su Biblioteca
(más de treinta mil, según el historiador mongol Jiwaynî).
3- La orden de los
“Hashisiyun” (asesinos).
Hassan i’ Sabâh,
el “Viejo de la Montaña”, disponía de un puñado de individuos perfectamente
fieles. Era un ismailita ambicioso, dado al estudio de la psicología humana, las tradiciones de la antigüedad y, sobre todo,
dispuesto a ejercer su extraordinario magnetismo personal entre sus conocidos. Tras años de esfuerzo personal, ascetismo y
meditación, se fueron abriendo en su mente varias conclusiones y se convirtió en maestro de una pequeña secta que empezó a
extender su credo de que “nada es verdad y todo está permitido a los audaces”.
Su secta, fundamentada sobre una finalidad trascendente así como material, la dividió en varias categorías: “maestros”, que como él predicaban la doctrina; “compañeros”,
que le prestaban todo su apoyo; “fedayines”, devotos que cumplían perfectamente
sus órdenes. Estos últimos vestían túnicas blancas impecables, ceñidas con cinturones rojos y calzados con babuchas de color
sangre y eran los pilares sobre los que se asentaba su poder. Hassan era mucho más que un hombre sabio, era un profeta, símbolo
de la libertad de las gentes oprimidas en quien depositaban todas sus esperanzas para instaurar un nuevo orden frente a la
sociedad de los opulentos. La lucha junto a Hassan era el camino hacia el Paraíso. Los reclutas de este ejército casi invisibles
procedían de los países que desde Persia a Egipto y Palestina a Turquía, pero su radio de acción era mucho más amplio, alcanzando
las naciones más alejadas del Islam y muchas regiones cristianas.
Como todos los príncipes
de la época, el “Viejo de la Montaña” instaló su sede en una fortaleza prácticamente inexpugnable, desde donde fue fundando una cadena de colonias de parecidas
características. Siempre sobre montañas poco accesibles, encerradas entre murallas y torres, con valles y arroyos cercanos
de vegetación exuberante. Señor de una veintena de castillos, Hassan convirtió el de Massiat, en el Líbano, su capital. Desde
ahí reinaba con autoridad y con una interpretación heterodoxa del Islam, sin detenerse ante ninguna frontera humana o divina.
En el epicentro de
este foco de bastiones de la cordillera del Líbano destacaba este nido de águilas próximo a la ciudad de Trípoli. Especialmente
protegido por la naturaleza, la ciudadela estaba aislada al norte por otros picachos
coronados de fortalezas; al este, el litoral mediterráneo, con una sucesión de acantilados también cerraba el paso; el oeste
se defendía con una barrera de precipicios infranqueables; en el sur corría el famoso río Adonis. Corriente sagrada de la
antigüedad para los pueblos de la raza púnica, que aún conservaban celosamente sus cultos a Baal, que el “Viejo de la Montaña”
introdujo en los misterios de sus logias. De aquellas antiguas costumbres y de ritos y tradiciones dionisíacas, rescataría,
para el uso iniciático, el haschís, las bebidas alcohólicas y la práctica de
la sexualidad mágica. Crearon ambientes exóticos en medio de la naturaleza; edificaron palacetes y quioscos donde se servían
toda clase de manjares y frutas; fuentes de las que manaban no sólo aguas cristalinas sino también leche e hidromiel y todo
esto mientras atractivas mujeres expertas en el arte del amor y el placer atendían y proporcionaban todo tipo de bendiciones.
Todo aquello debía ser algo similar al Paraíso al que accederían los leales.
“Hashisiyun” o asesinos, es de la planta del haschís,
de donde tomaron su nombre. Poseyeron recetas de antiguos alquimistas de los templos religiosos del Baal. Expertos en la mezcla
de los ingredientes extraídos del grano del cáñamo, el vino y el opio, y que se habían mantenido en el seno de ciertas minorías
de Oriente hasta la Edad Media. En algunos de sus ritos iniciáticos, ingerían este tipo de narcóticos para alcanzar un estado
de consciencia e irrealidad, en medio de ese vergel repleto de goces soñados por la mente humana. Ahí las imágenes de la mente
se agrandaban y la brisa se deslizaba entre la música celestial y las mujeres se convertían en princesas con mantos de seda,
en “huris” del Edén. Dentro del torbellino que hacían estallar en su interior las combinaciones de vino, opio
y haschís, los cuerpos femeninos que poseían los discípulos del “Viejo de la
Montaña”, multiplicaban su sensación de placer. Era ciertamente la antesala del Paraíso. Y por ello entregarían
su vida mortal.
“Los bienes del pecador están reservados al justo”,
el botín terrenal es un magnífico complemento de la gloria de ultratumba. Si bien los escritores islámicos decían que el “Viejo de la Montaña” y sus seguidores eran herejes extraviados, no le
faltaban a este seguidores. La muerte en combate, favorecida por las tradiciones islámicas, era otro mérito que se alababa
a los ojos de sus seguidores, mientras que anticipaba grandes castigos para quienes murieran en el lecho de sus casas. Los
“asesinos” eran ejercitados en la gimnasia, el ejercicio físico y el arte marcial.
Adoctrinados igualmente en el aprendizaje de idiomas, viajaban a través de otras tierras donde eran domiciliados sin
levantar sospechas ni llamar la atención de los naturales. Allí permanecían “dormidos” hasta que les señalaran
las víctimas. Entonces, amparados en el anonimato, vigilaban cada uno de sus movimientos hasta que de improviso caían sobre
ellos con sus puñales en alto. Atacaban dos o tres “asesinos” a la vez con sus aceros, para no dar oportunidad
de defensa a quienes habían sido sentenciados a muerte por el “Viejo de la Montaña”.