ALEJANDRO MAGNO, según Otto Rhan.
Alejandro nace en el 356 a.C. y fallece en el 323 a.C., a los 33 años, tras crear en poco más de una década un Imperio que se extendía
desde el Mediterráneo oriental hasta la India. Su existencia está documentada por la historia, de tal forma que no es un semidios
legendario, sino un personaje histórico. Su vida transformó la historia.
Otto Rhan, en su libro “La Corte de Lucifer”, escribe así sobre Alejandro Magno:
“Asbach en el Westerwald. Porque en las inmediaciones de este minúsculo lugar
hay un segundo Wambach, y porque los nombres de ambos poblados traen a la memoria a los Asen
y los Wanen, la estirpe divina de la mitología germánica, no temí dar un rodeo.
El azar me cogió de manera inesperada y, bajo otro punto de vista, porque me permitió saber que:
Hace menos de cien años, en 1830, una muchacha campesina que estaba cosechando, desenterró
una moneda de oro en perfecto estado, con la leyenda griega: Lysimaccos Basileus:
Rey Lisímaco (Lisímaco fue uno de los generales más valientes de Alejandro Magno.
Después de la muerte de éste llegó a ser rey de Tracia y unió ésta con la que por añadidura le cayó en suerte, Asia Menor,
para formar un reino independiente. A partir del año 288 –obviamente anterior a nuestra era– pudo compartirlo
con Pirro, el afamado rey de Epiro y vencedor de los romanos, incluyendo el dominio sobre Macedonia. Cayó en una batalla que
perdió contra Diadocos Seleuco. La moneda fue entregada a la colección del entonces príncipe heredero Friedrich Wilhelm y
se encuentra ahora, si estoy bien informado, en el Gabinete de Numismática de Berlín.
Así es que una pequeña pieza de dinero ha tendido un puente entre Macedonia y Asia
hasta Aubach en el Westerwald alemán. Extraño...
Me detengo y reflexiono...
Alejandro Magno, a quien incluso Wolfram von Eschembach alabó como sabio, también tú perteneces a la Corte
de Lucifer, ya que por medio de héroes, como tú uno de ellos fuiste, Isaías clamó de dolor en el nombre de su señor de
los ejércitos.
Tú quisiste “sentarte en el Monte de la Asamblea en el más lejano septentrión”
porque trataste de derribar las murallas del Paraíso, que algunos te hicieron encontrar en el país de Obarkia, en un país
de tinieblas temporales y más largas noches invernales. En el alto norte. Quisiste “viajar sobre las altas nubes”,
porque la saga cuenta que ya como mozalbete, con orgullo, te dejaste llevar por
dos ancianos al Cielo. Tú también quisiste “ser consubstancial al Altísimo”, porque tuviste que gritar impetuosamente
exigiendo ser admitido en el Paraíso: “¡Yo también soy un rey!, y te hiciste proclamar por los sacerdotes del Oasis
de Siwa como hijo de Zeus-Ammón.
Tu padre se llamó Filipo: amigo de los
caballos. Amaba los caballos, porque creyó que en ellos obraba la santidad. Debes haber preguntado, “por qué te engendró”,
de no ser así no hubieras sido consciente de tu deber como rey de los macedonios e hijo de tu padre cuyo objetivo fue amar
el mundo ario. Tu madre se llamó Olimpia. Tú te has respondido a la pregunta “por
qué te dio a luz”. Quisiste llegar a ser olímpico y lo lograste: eres inmortal.
En una campaña militar tu padre sucedió presuntamente que un águila voló a su tienda,
se posó sobre su hombro y puso un huevo. El huevo cayó al suelo, se quebró y salió arrastrándose una serpiente. En el mismo
momento aparecieron mensajeros de Olimpia con la noticia de tu nacimiento. Tú
has tenido por tía una serpiente.
Tú moriste joven, Alejandro, moriste,
como se nos ha informado, con una sonrisa en los labios. Tu cadáver fue puesto en un estupendo ataúd, pero tu mano se dejó
–según tu última voluntad– afuera. Indicaba hacia la tierra y estaba llena de tierra. Sabíamos lo que deseabas.
Querías preguntarle al creador: ¿Por qué me hiciste de tierra?.
En definitiva, tu cadáver se inhumaría en aquella ciudad que fundaras en el delta
del Nilo, cerca de la homérica Faros y que aún hoy día lleva tu nombre: Alejandría. Allá se mostró a los que lo quisieron
ver. Desapareció cuando unos cristianos fanáticos destruyeron todos los templos de tu Alejandría y en una iglesia torturaron
a la filósofa Hipatia hasta la muerte.
Tú caíste del cielo, Alejandro, mas entraste
en el reino luminoso del portador de luz, Lucifer. Tus iguales llamaron a este
reino Olimpo. Nosotros lo llamamos Asgard,
Walhala, Rosedal y Montsalvat. El judío
lo maldijo como Gahena, y los cristianos se atemorizaron ante él como Infierno, que tú, según el cura Lamprecht, ya en vida
lo llevabas dentro de ti: la fiera humana enfurecida era idéntica al Infierno, que abrió el espacio vacío del Abismo, cielo
y tierra y que nunca se llenará. Finalmente, de ti se dice, gran macedonio, en el devocionario medieval y ortodoxo “El
consuelo de las almas”: “Por lo tanto a él le fue como vivió, ejerciendo violencia sobre todo lo viviente. Ahora
el diablo se ha apoderado de él. Un breve instante gozó de la vida; ahora le irá mal toda una eternidad. Aquí fue rico por
un breve tiempo, ahora deberá ser pobre hasta el fin. Aquí no pudo satisfacerle nadie con buenas acciones, ahora será satisfecho
con el fuego del infierno. Aquí recibió grandes honores profanos, ahora tiene una gran vergüenza. Aquí no quiso cumplir el
mandamiento de nuestro señor, ahora tiene que serle obediente al diablo en el infierno”. Pero lo sabemos, Alejandro: Lucifer, al que no se le hizo justicia, te ha saludado
–¡y besado!–.
En la época en que Phyteas abandonó Marsella
para viajar al país del ámbar y a la isla Thule, Alejandro estaba meditabundo en la ciudad de Asia Menor, Gordión,
ante un sagrado carro de Zeus. Quiero creer que sería en el mismo año trescientos treinta y cuatro antes del nacimiento de
Jesús el Nazareno.
Alejandro estaba frente al carro de Zeus, cuyo
yugo y barra de tracción estaban unidos por un artístico nudo (el “nudo gordiano”). Hasta entonces ningún ser humano había podido desatar el nudo. Pero él quiso
desatarlo para que se cumpliera el oráculo délfico profetizado por una pitonisa: él quería llegar a ser rey de Asia. Y Apolo dictó sabiduría, porque su voluntad era firme. Alejandro cogió con ambas manos el símbolo del poder real, su espada, y, resueltamente, de un golpe, cortó el
nudo en dos.
En tiempos ya pasados, el rey frigio Midas había atado el nudo, era un maldecido
de Apolo que todo lo que tocaba se convertía en oro y que, en vez de tener oídos humanos, tenía orejas de asno. Es que en
vez de regalar el canto de Apolo había regalado el oído de Pan. ¿Conocía acaso Alejandro el enigma de Midas?. Nos lo figuramos
al ver en Roma, en las catacumbas cristianas primitivas, imágenes de Jesús el Nazareno con cabeza de burro y aquí, en esta
misma ciudad, en lugar de un hombre colgado en la cruz, se ve un asno –o cuando a los papas católicos les brilla el
oro venido de todas las partes de la tierra...
Phyteas de Marsella buscó el saber sobre
la divina Ariana. Alejandro quiso
llegar a ser rey de reyes y reinar sobre Asia e Irán, que es una nueva Ariana
(Irán=Arián=Ariana). A ambos, búsqueda y pasión, les condujo al mismo objetivo: a mantenerse armados a la superación de la
conciliación para la deificación. Un Phyteas tuvo que armarse con la espada de la voluntad de conocimiento, Alejandro con
la de la voluntad de triunfo. Aquél necesitó de compañeros y remeros, éste de generales y soldados. Phyteas tuvo que superar en su ciudad las blasfemias y la lejanía tuvo que superar las olas del océano, las tormentas
de Vizcaya, las nieblas cerradas del Mar del Norte como también la temerosa pregunta: ¿y ahora qué? –Contra Alejandro se pusieron enfrente los macedonios escépticos y de poca fe y, allende el Hellesponto, las tempestades
de arena del desierto, lo gélido de la montaña, los impetuosos torrentes, los ejércitos
enemigos, así como también la pregunta palpitante: ¿Qué ocurrirá cuando yo no esté?.
En oro se convertía lo que Midas, el hacedor del nudo gordiano tocaba. Había sido maldecido por Apolo por poner el
canto de Pan sobre el apolíneo, porque prefirió el canto católico al de los hiperbóreos.
Católico traducido literalmente significa “universal”; hiperbóreo, traducido libremente, significa “nórdico”. Midas, por tanto, antepuso al inequívoco norte la esencia enredada del mundo, y el nudo
se enredó. Sólo Alejandro pudo desenredarlo. Por la acción. Acción, empero, que
debe llevar a la victoria, siempre que la voluntad de acción vaya ligada al conocimiento. El conocimiento de Alejandro era de naturaleza apolínea: lo mismo que el dios solar Apolo,
originario del país de los bárbaros, se acercó y caballerosamente venció sobre las múltiples estrellas, algunas de las cuales
brillan sólo gracias a su luz, así debió él, el rey de sangre nórdica, venir y vencer, para que le correspondiera la soberanía
sobre el “rey de reyes de estirpe aria”, Darío. Cada combate fue para él una misión, y cada enigma fue para él
un combate. Para salir vencedor se necesitan las armas. Alejandro blandió su espada, que igualmente podrían haber sido la
Balmunga (espada) de Sigfrido o el hacha de Dietrich o la rosa de Ornit, y rompió con puntería precisa el nudo. De esa guisa
desenredó la esencia enredada del mundo, pánico de Midas, y pasó a ser soberano del mundo. Su propia sangre le indicó el camino
correcto.
Phyteas era de la misma sangre. Ella le hizo
partir hacia el norte para que respondiera a las preguntas de su sangre respecto a “¿De dónde en otro tiempo y ¿A dónde
en su tiempo?. Antes de él, ya Heráclito habría sospechado el concepto heliocéntrico del mundo, si sacerdotes de Apolo hubieran
profetizado primitivamente el Apolo nórdico y si otros en Delfos y hubieran creído
tener que poner una piedra sagrada sobre el dragón Pitón, muerto por Apolo. Los
enigmas le eran conocidos. Pero aún quedaba por resolverlos. Como el dios solar Apolo
navegó en una barca hacia el país de los bárbaros para traer fuerza de allá, así también viajó en su barquito al país
del ámbar y a Thule. A su manera cortó él, el marsellés, el nudo enigmático del
destino y así reconoció en el norte de su mundo
el principio, el centro y el fin. El amor por el conocimiento había impulsado
triunfalmente a Phyteas hacia el norte. Por la acción de Alejandro resolvió el enigma más difícil. Acción, empero, que debe conducir al triunfo que como condición previa
requiere el conocimiento. A consecuencia de esto Alejandro tuvo –antes que
pudiera proceder a la acción por medio del conocimiento– que tener amor
por el conocimiento. ¿Sería por esta causa que él debía fortalecer y finalmente colmar su amor por el conocimiento, tal y
como Phyteas?. Su maestro fue Aristóteles.
Viajo por el país, y también busco el conocimiento sobre una
piedra caída de la corona de Lucifer. Una osadía disparatada y anacrónica, se
podría decir y se dice.
He venido a Asbach en el Westerwald, un pequeño lugar alemán sólo por poca gente
conocido. Una moneda de oro hallada por una sencilla muchacha campesina hace más de cien años, me hizo detenerme y meditar.
Medité sobre Alejandro, medité sobre Phyteas
y ahora medito sobre Aristóteles.
Estoy contento: Una vez más el círculo se ha cerrado, a pesar de que aún no se ha
rellenado, porque Aristóteles was kun diu
maere von dem agetstein: Conoció los mares del ámbar. Así narra por medio de Wolfram
von Eschembach la “Canción de la Guerra del Wartburg”. También Aristóteles
supo de la piedra de la corona de Lucifer...
De Aristóteles y Alejandro, que deben haber encontrado la piedra Claugestiân en un país a donde nunca ha llegado un cristiano,
tendré mucho que contar. Incluso en plena medianoche la piedra alumbraba clara como el día. Por último, el anciano meranés
duque Berchther, vasallo canoso del rey Rother, la llevó como adorno en su yelmo”.